

Encuentro de dos mundos: los desafíos de la inclusión de niños adoptados en la escuela
Kissy Guzmán Tinajero
CDMX
21 de Marzo del 2025
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Esta aventura comenzó hace un año y medio. El sueño de mi vida se hizo realidad y me convertí en madre por adopción después de más de una década de espera. Recibí en mi corazón a una hermosa niña chiapaneca de siete años.
Sin más información que lo que se puede plasmar en una cuartilla a doble espacio, comenzamos a caminar juntas y a reconstruir nuestras historias a partir de una inmensa voluntad de dar amor; así tuvo una segunda oportunidad a quien le habían robado el derecho a ser feliz.
En el trayecto de esta maternidad me he ido enterando de que -además de la violencia física y sexual, desnutrición y todo tipo de descuidos y negligencias sociales y médicas, mi hija nunca había asistido a una institución educativa. A pesar de ello, desde el primer día que la conocí, me percaté que era una niña sensacional, con una gran capacidad para aprender y que, al parecer, sus recursos cognitivos habían sobrevivido intactos en medio de esa cruenta batalla, repleta de tremendas adversidades.
Sin embargo, pese a su potencial talento para “alcanzar” a sus pares, su inclusión a la escuela está aún llena de desafíos, más allá de los que podía imaginarme.
Un par de semanas antes de su llegada, destinaba días completos en buscar escuelas que fueran empáticas con su situación y que me dieran alternativas para su incorporación a un sistema que era totalmente desconocido para ella.
Por mi condición de madre soltera, los modelos alternativos de educación activa con un enfoque más constructivista estaban lejos de mi alcance económico. Sólo tenía dos opciones: la educación pública o alguna privada con bajos costos. Mi preferencia era la opción pública, pero la falta de escuelas de tiempo completo cerca de mi domicilio, me obligaron a abandonar esta alternativa y mirar la segunda opción.
La mayoría de las escuelas que visité me manifestaron que nunca habían tenido una experiencia con niños adoptados “grandes”. Mencionaron un par de casos de niños que fueron adoptados recién nacidos y en palabras de la institución “ni se les notaba que no eran biológicos”. Insistían en aplicar una evaluación diagnóstica curricular que no tenía sentido para una niña que no conocía una escuela. Estaba convencida que tal situación sólo le generaría una angustia desmedida en este periodo de adaptación que de por sí ya era estresante.
Fue así como una escuela al fin me abrió las puertas sin mayores requisitos y sin conocerla la aceptó, un acto que ambas llevaremos siempre en el corazón. Compré uniformes, útiles y demás requerimientos. Mi hija encontró en ese lugar una cálida bienvenida, la integraron en 1° de primaria y sí, empezó a caminar en un terreno desconocido, pero con un entorno lleno de afectos. Desde ese momento, las maestras han puesto los mejores esfuerzos y disposiciones para que mi hija se sienta querida e integrada y, en efecto, le gusta su escuela.
Sin embargo, poco a poco se fue dibujando en ella una sensación de extrañeza, vergüenza y de no pertenencia a esa comunidad. No entendía el sentido de las normas escolares, no podía participar de las interacciones sociales puesto que su vocabulario se reducía a un mínimo de palabras y a experiencias que, por fortuna, no eran las de otros niños.
Además, la presencia de múltiples traumas provocaba que, ante una mínima situación amenazante, se activaran en su cabeza mecanismos complejos de defensa que la escuela sólo contenía.
En el aula, el desconocimiento de cuestiones básicas que se aprenden en preescolar era para ella un laberinto sin salida y muchas de las tareas encomendadas eran inalcanzables, no por dificultades cognitivas sino por falta de estimulación y experiencias escolares.
Ante este panorama, la escuela acompañaba con gestos de amor, pero no contaba con las capacidades de intervención que favorecieran una efectiva inclusión en la cual, por ejemplo, esos Diseños Universales de Aprendizaje, tan prometidos, se implementaran en beneficio de mi hija. Todo era lo mismo para todos. Mi hija no entendía cómo acomodar tantas cosas que no cabían en su corta, pero retadora vida.
¿Cómo hablar de un pasado que la aterraba, pero que le pedían al tener que relatar su historia de vida?; ¿cómo hablar de sus afectos de los que sólo conocía el enojo, la tristeza y el miedo, pero que tenían que expresar en la clase de ética?; ¿cómo responder con amabilidad cuando sus únicos recursos eran confrontar y defenderse?; ¿cómo interpretar las llamadas de atención de la maestra más allá de la sensación de rechazo constante?. La indicación siempre era la misma: Igual que todos.
El tiempo avanza, la escuela sigue con las mejores intenciones de ayudarla para que se sienta querida y feliz, pero hay un gran tramo por avanzar en los procesos finos de aprendizaje y desarrollo. Las maestras no suelen contar con la formación que les permita comprender el impacto que provocan los traumas por adversidad temprana en las y los niños que la sufren.
Ellas y ellos aprenden diferente porque su cerebro está configurado de otra manera y la reconstrucción de estos patrones biopsicosociales llevan mucho tiempo. En lo social, se requiere un trabajo comunitario profundo, en el cual los niños como mi hija no tengan temor de hablar de sus orígenes, que no prefieran ocultarlo porque la preocupación es seguir la norma y los estándares.
En cambio, ¿cómo transformar la escuela para que sea un lugar donde se conviva y se construyan saberes desde las múltiples diferencias? La solución para una madre no debería ser buscar incansablemente escuelas hasta encontrar una con otro tipo de formación docente que permita intervenciones más calificadas.
Todas las escuelas y docentes tienen derecho a capacitarse para generar inclusiones genuinas y legítimas. Una formación que les dé herramientas y les obligue a romper estas inercias de homologar todo y a todos y que traen como consecuencia inclusiones superficiales y espurias. Para ello, se requiere que el sistema educativo realmente reconozca y valore la diversidad de cada estudiante y que haya un espacio para el desarrollo óptimo de cada niña y niño sin importar su origen o condición.

Kissy Guzmán Tinajero
CDMX
Es madre por adopción desde hace un año y medio. Tiene el grado de Doctora en Psicología Educativa y del Desarrollo otorgado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Asimismo, cuenta con el grado de Maestra en Psicología Escolar y la licenciatura en Psicología. Fue docente de la Universidad Autónoma de Querétaro por más de ocho años, y colaboró en el extinto INEE y la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación como Subdirectora de las pruebas Nacionales de Español y Ciencias Sociales para la Educación Básica por más de 10 años. Actualmente, colabora como coordinadora de proyectos en la Subdirección de Exámenes Transversales en el CENEVAL. Ha publicado un par de libros relacionados con el desarrollo de habilidades de expresión escrita y participa en la elaboración de libros de textos y materiales didácticas en el área de Español a nivel primaria y secundaria.